¡Si
yo supiera escribir! ¡Si yo fuera escritor! Si tuviera ese don superior; ese
placer infinito y sutil que deben sentir los que lo logran; esa capacidad de
liberar a cabalidad el espíritu encadenado dentro de nosotros mismos por tantos
sinsabores, esa expresión, que de una manera grandiosa desnuda sobre el papel
el sentimiento como un pintor de casta sobre el lienzo. Tal vez si me hubiera
dedicado a cultivar ese arte, habría logrado algo en él. Si hago por escribir,
es a manera de auto confesión y porque presiento la alegría de los que bien lo
hacen.
Quien
tuviera el estilo, la expresión exacta, fluida y fácil, bella o trágica, pero
definida y grafica para estampar sobre el papel el corazón con sus pequeñas
alegrías, con sus grandes dolores y con sus inmensas tragedias y miserias.
Quien tuviera en esa forma, maneras de desatar las ligaduras que atan el
espíritu al madero eterno del sufrimiento y de la materia. Pero en un madero se
redimió la humanidad, y en el madero de nuestro propio dolor, nos redimimos,
purificamos y superamos, lenta y continuamente.
I
Tengo
un alma sentimental con sentimentalismo varonil y sensible como un diapasón.
Sentimentalismo y sensibilidad se acentuaron ante aquel milagro de luz y
belleza. Una melancolía ignorada, desconocida, me subió al corazón, al rostro,
hasta llegar a los ojos.
Alucinando
te vi muchachita en tu lecho de enferma y llegué a pensar que tal vez te irías
a morir. Comencé a ver el paisaje a través de un cristal empañado, hasta que
las lágrimas saltaron ardientes, rodando por mis mejillas tostadas por tantos
soles y acariciadas tantas veces por tus manos; esas lágrimas agoreras fueron
la primicia del acervo tributo que habría de cobrarme el dolor de tu ida.
Por
ti muchachita vine a enfrentarme con estas breñas bravías, troquel de corajudos,
y siempre resistí sus desafíos agresivos con espíritu pugnaz y altanero, sin
bajar los ojos cuando era tasado y puesto a prueba de una manera violenta, mi
espíritu de sacrificio y resignación. Por ti, la canción que entonaron hachas y
machetes turbó el silencio secular de la selva y enardeció mi altivez.
II
Ha
pasado exactamente un año, mi vida de agitación y trabajo me habían impedido
tocar, o mejor, mirar estas pocas líneas. Entre esculturas, documentos y
libros, habían permanecido si no olvidadas, si muy guardadas. Hoy al releerlas
en el mismo sitio donde las escribí, vuelven a pasar por el espíritu, por la
memoria, las horas, los días y las noches que el dolor multiplicó; en medio de
estos muros, testigos de las lágrimas más amargas y más hondas que he derramado
en mi vida, de los momentos más funestos en los que me debatí como agonizante
bajo la tortura de mi martirio intimo.
Si
estos muros conversaran, acogedores cariñosos de mi máxima tragedia.
Hoy
como entonces, vuelve a rondar por este cuarto, por este paisaje verde
caprichoso del monte, y por todas las encrucijadas de mi alma, la sombra
adorable de Hilda. Hoy como entonces, veo en mi interior su rostro, sus
encantos y su alma, intactas aún; siento que la quiero intensamente, siento que
la he querido y la querré no sé hasta cuándo.
III
Que
frescos arriban todavía tus recuerdos niña, al puerto olvidado de mi alma;
galantes unos, hermosos otros y dolorosos los demás, llegan todos con el viento
de nuestro pasado, tan único, tan nuestro pero también tan amargo; y mi corazón
alucinado y mi ternura sedienta, vuelven a mirarte muy de cerca, vuelven a
besarte intensamente y a decirte al oído las palabras más apasionadas y más
bellas que jamás haya pronunciado yo.
Hoy,
pasado ya un poco de tiempo, recordando la obra miserable del destino sobre mi
vida, con el rostro entre las manos vuelvo a llorar como un niño abandonado.
¿Cómo olvidar lo que tanto quisimos? ¿Cómo despegar del álbum del recuerdo algo
que fue tan nuestro? ¿Cómo arrancar del corazón lo que en cuerpo y alma nos
perteneció? ¿Cómo borrar de la mente a la mujer que de rodillas nos amó y a
quien así también amamos? ¡Si Hilda! Aunque yo quisiera no podría lograrlo;
vives en mi hoy porque nos pertenecemos aún; vivirás mañana y siempre porque a
la postre fuiste una herida honda y sangrante hecha en mi alma y como toda
herida dejaste una gran cicatriz, y las cicatrices a cada instante las palpamos
aún sin quererlo.
Si
pudieras muchachita leer estas líneas, si tu espíritu se inclinara sobre ellas,
cuanto verías allí. Pero yo muy bien sé que desde tu ida, rondas protectora en
mi vida, sigues tras de mí a todos los lugares y enamorada me acaricias.
IV
Quiero
que muera en mi pasado el recuerdo tan aterrador como amargo de tus últimos
días de enferma. Escenas de ese drama tantas veces funesto, que aún hoy, pasado
ya un tiempo, cuando asaltan mi memoria, vuelve el corazón a sangrar en su
herida, como en una llaga latente de las que jamás se curan, el sentimiento
vuelve a recorrer el arduo camino de los dolores y los ojos quieren volver a
llorar sin ya saber hacerlo.
Días
brillantes y ardientes los de aquel Marzo que consumía sin piedad las promesas
en color de los jardines, y tú, grandiosa flor del jardín del mismo Dios,
salida de sus propias manos en un día de fiesta, esperanza y motivo de mi vida,
eras consumida por la enfermedad y el destino implacables como dioses airados. Medios,
oraciones, súplicas, imprecaciones, lágrimas, todo se derrochó hasta el
agotamiento a los pies de nuestro buen Dios.
Que
sensación horrible la de verte enloquecida en el delirio por la incesante
visión de nuestro hijo; suplicante ante las dolencias supremas; extinguida por
la inquietud de la fiebre que cual infame verdugo hacia florecer en tus
mejillas las rosas más rojas y más impresionantes regadas con tus lágrimas de
la peor angustia; tus manos sonámbulas que de una manera imposible trataban de
asir en el vacio algo que como tú misma vida se te escapaba a cada instante, y
tus labios marchitos que como los de Cristo en su martirio, no cesaban
diciendo: “tengo sed, tengo sed” y era tu sed inextinguible.
V
Nuestras
últimas noches largas como la espera más ansiada. El silencio, afuera,
siniestro y aterrador como la muerte en asecho. Tu vida que vacilaba más a cada
hora que pasaba, como árbol que está por abatirse, tu cuerpo cadavérico y
llagado que con movimientos de paralitico desesperadamente se aferraban a mí,
como al único madero que humanamente le quedaría en su naufragio; tu lengua
entorpecida que balbuceaba frases apasionadamente trágicas, imprecaciones
sublimes o súplicas a Dios, y tus ojos hechos ascuas en tu rostro demacrado
hasta lo indecible que me miraban largamente con avaricia.
Así
nos sorprendieron veinte días, del último, el de tu agonía solamente algunas
cosas recuerdo. La quietud pacifica de beatitud que lentamente te fue
invadiendo, tus pupilas como vidrio y azuladas, hasta quedar tus ojos inmóviles
y muy abiertos, trágicamente abiertos; y que fijos parecían decirme: ¡Todavía
no!, ¡Aun no! Quiero quedarme más tiempo contigo, quiero otra vez la vida para
seguir amándote. Tu cuerpo que fue
perdiendo flexibilidad y calor, la vestidura blanca del sacerdote y sus
solemnes oraciones; mis gritos como alaridos de fiera herida de muerte, y mi agonía,
la de los que siguiendo vivos llevamos un cadáver de corazón.
El
ocaso tranquilo y santo de tu vida a la una de la tarde, después un ataúd
pulido y brillante, las campanas doblando en la torre de la iglesia. Un
funeral. Muchas vestiduras negras, tierra sobre ti y una cruz blanca. Días
después el tiempo se torno nublado y una suave lluvia comenzó a caer sobre el
pueblo, sobre todo el valle, sobre mi alma y sobre tu tumba, donde ha habido
muchas flores y muchas lágrimas. Cuanto te lloré, escondido de todos lloraba.
-“¿Qué
siente un hombre cuando una mujer lo quiere tanto?”- me dijiste el día de
nuestra boda, y en tu lecho de muerte me dijiste: - “Lo siento por ti quizá más
que por el niño, que Dios los haga tan buenos y felices como lo merecen”.
VI
Hijo
mío, la perdiste estando aun muy pequeño; desde entonces te sostengo y te
sostendré sobre mis hombros como dulce carga. Mis brazos sedientos de ella,
siempre se han abierto hacia ti como un par de alas de amor y de milagro; Dios
y tu han sido mi redención, mi resignación y mi único refugio.
Un
recuerdo tentador nos muestra el pasado distante, lo que pudo ser bello:
Padres, hogar, infancia, adolescencia, aulas compañeros, vacaciones, fiestas
y…el primer amor, aquella niña candorosa y adorable que nos hizo conocer la
hermosa locura de querer; aquella primera mujer por quien lloramos. Pero en la tempestad que lloramos dentro, hay
algo que nos guía, que perdura, que no muere ni con nosotros; algo con lo que
nacimos y que es como el lecho con que aparecimos a la vida, como la primera
leche que blanqueó nuestros labios: ¡la Fe!. Ha preciosa virtud, único a liento
que a cada instante renovándose nos dice ¡Esperad!
Por: Luis Chaparro Saavedra
FIN
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