martes, 26 de febrero de 2013

EL RENACIMIENTO DE LOS ROSTROS: EL RETRATO EN LA PINTURA FLAMENCA DEL SIGLO XV


El siguiente texto es un breve estudio hacia la obra de los pintores flamencos más importantes que ejercieron su obra en la Europa noroccidental el siglo XV: Robert Campin, Jan Van Eyck y Roger Van der Weyden

En un momento de la historia de la pintura los artistas comenzaron a representar seres humanos comunes y corrientes provistos de una historia personal, individualizados, dejando atrás las representaciones generalizadas de carácter social o moral que de los hombres se tenía. Según Tzvetan Todorov en su libro El elogio del individuo, al representar un retrato se pueden cumplir cuatro funciones interpretativas: la primera de ellas nos habla acerca de la función conmemorativa con la cual se pretende recordar el pasado del individuo representado o hacernos saber que dicho individuo tuvo una vida en esta tierra, por lo tanto esta función conmemorativa va más que todo dirigida a quienes han conocido al difunto, lo que quiere decir que está más cercana al arte funerario.

La siguiente función es la glorificadora para exaltar a personalidades importantes, y contrario a la conmemorativa, esta función está dirigida a aquellos que nunca conocieron al personaje representado. En la Antigua Grecia esta visión glorificadora tuvo bastante importancia, indicada por los bustos de sus gobernantes. En tercer lugar la función amorosa del retrato se encamina a mostrar la belleza del ser amado, dejar testimonio del amor mutuo. Por último la función contemplativa o estética era meramente decorativa y de prestigio. Para Todorov todo retrato es un elogio, por lo que se concede importancia al modelo, sabiendo que la pintura no solo la forman imágenes sino también ideas, conceptos, simbolismos, iconografías.

Un retrato (del latín retractus) puede definirse como una imagen  que representa a un ser humano que existió realmente, es una imagen que transmite sus rasgos individuales, lo que hace a cada retrato y a cada retratado un ser único en el universo representativo.

Una de las grandes novedades artísticas que nos encontramos en la pintura del siglo XV, es la recuperación del retrato, un género olvidado durante la Edad Media. Ese fenómeno tiene lugar en los territorios ocupados actualmente por Francia, Holanda y Bélgica. Al norte de París se encontraba Flandes con ciudades tan importantes como Brujas, Brabante y Limburgo. Al sur encontramos el importante ducado de Borgoña que fue anexionando los territorios antes mencionados, este proceso comenzó con Felipe el atrevido en 1384 continuando en el reinado de Felipe el Bueno, trasladando la capital a Bruselas. Tanto Felipe el Atrevido como Felipe el Bueno fueron importantes mecenas del arte flamenco.

Para indicar brevemente el contexto histórico en el que se movió Europa a final del siglo XIV y comienzos del siglo XV, es necesario indicar que Francia e Inglaterra pasaban por la guerra de los cien años. Juan el Bueno gobernaba Francia y al morir lo sucedió su hijo Carlos V en 1364. Cuando Carlos V muere, su hijo Carlos VI debe asumir el cargo, pero es aún menor de edad para gobernar y Luis I, duque de Anjov y hermano de Carlos V, toma el reinado en su reemplazo. Felipe el atrevido, otro de los hijos de Juan el Bueno, tiene un hijo llamado Juan sin miedo, éste asesina a su tío Luis I pero también es asesinado, y es cuando finalmente Felipe el Bueno, hijo de Juan sin miedo, se convierte en rey de los territorios que cubrían en Habsburgo Borgoñés desde Ámsterdam hasta Ginebra. Es para este rey para el que Jan Van Eyck trabajaría la mayoría de su vida.

El género artístico del retrato, cultivado por los mejores artistas de la época, creció en importancia gracias a los encargos que hacían ilustres hombres de negocios o mercaderes adinerados. Cuando la iglesia de aquel siglo no ponía condiciones en la realización de los retratos, estos podían ser de tres tipos: encomiástico, conmemorativo o devoto y las figuras podían ser pintadas enteras o de medio busto.[1] Los retratos flamencos van fuertemente ligados al realismo, es decir la fidelidad con que se pintaban los rostros de los retratados sin omitir ni un solo detalle de sus características físicas, sin ocultar nada al espectador, contrario a lo que sucedió con el arte italiano que pretende ser un arte idealizado en torno a la representación de la belleza.[2]

Ese auge del retrato hay que relacionarlo con la búsqueda de la representación de la naturaleza perceptible a través de los sentidos, es decir, el realismo, y también con la preocupación por el hombre, el humanismo. "En estos cuadros vemos las primeras personas que se parecen a nosotros, aunque los rostros de nuestros contemporáneos difícilmente posean ese grado de concentración, de interioridad intensa que parecen compartir nuestros antepasados lejanos"[3]

Robert Campin, pintor al que todavía algunos historiadores del arte prefieren identificar como el anónimo Maestro de Flémalle es el pionero de esta revolución en el arte renacentista. A diferencia de lo usual, Campin tomará como modelos no sólo a reyes y príncipes, sino a nobles de rango inferior o burgueses, como Robert Masmines, uno de sus mejores retratos. Campin nos muestra con realismo, sin los ideales de belleza habituales de la época, el rostro de un hombre de aspecto tosco y rudo, reproduciendo con minuciosidad detallada las arrugas, papada, ojeras y una barba oscura que asoma entre la piel blanquecina.

Campin representa sus modelos retratados de busto, mirando a izquierda o a derecha y ocupando prácticamente toda el cuadro, dejando poco espacio entre la cabeza del personaje y el marco. Por lo tanto excluye lo poco importante y se centra en el individuo.

Hace apenas unos cien años, el nombre de Robert Campin era prácticamente desconocido y no significaba nada en la historia del arte. En 1898, el historiador del arte, Hugo Von Tschudi, encontró, en un grupo de cuadros procedentes del castillo Abadía de Flémalle unas características peculiares que por entonces se atribuían al pintor flamenco Roger Van der Weyden y a otros artistas. Bautizó a aquel pintor anónimo como Maestro de Flémalle.
 Sería Hulin de Loo quien identificaría al anónimo pintor como Robert Campin, un pintor del que ninguna fuente hablaba y cuya fama, inexplicablemente pasó pronto al olvido. A partir de ese momento se quiso reconstruir la vida de Campin, sin embargo sigue siendo una figura discutida y todavía hay muchos que prefieren hablar del Maestro de Flémalle y no de Robert Campin.


Su nacimiento debió ocurrir hacia 1378, en el norte de Francia, en la región de Valenciennes de donde procedía su familia, limítrofe con Flandes. Châtelet considera que su formación como pintor debió hacerla en Dijon, en la corte borgoñona. Su carrera profesional la realizó en la ciudad flamenca de Tournai. La documentación hallada por los historiadores, más abundante de lo que pueda pensarse, nos habla de un pintor con una posición económica desahogada, que gozaba del favor de Margarita de Borgoña, y que regentaba un taller próspero con varios aprendices, entre los cuales se encontrarían Roger Van der Weyden y Jacques Daret. También sabemos que se le nombró decano de los pintores de la ciudad, que participó en alguna revuelta política y que fue condenado por adulterio. Su muerte debió ocurrir hacia el año 1445.

Probablemente Robert Campin debió tratar y conocer a  Jan Van Eyck, que visitó Tournai en dos ocasiones, 1427 y 1428, siendo recibido por los pintores de la ciudad, de todos los cuales era Campin el más importante. Ambos,  sentaron las bases de la primavera del renacimiento, rompiendo con el gótico internacional y convirtiéndose en los pioneros de la pintura flamenca. En la actualidad se le atribuyen una veintena de cuadros, de los cuales ninguno está firmado. Algunos de ellos tenemos la fortuna de disfrutarlos en los museos españoles de El Prado y el Thyssen-Bornemisza. En ellos, Campin utiliza la técnica del óleo.

En un buen número de obras, Campin prestó atención a la representación de San José, un personaje que cobra ahora una importancia y dignidad nueva en las representaciones pictóricas y que, en cierto modo, refleja el humanismo que se va apoderando de la cultura de la época. En estas representaciones, Campin da rienda suelta a su gusto por lo narrativo y anecdótico, a través del realismo y el humanismo.
Ese mismo gusto podemos apreciarlo en un grupo de cuadros que Todorov engloba bajo la denominación genérica de "mujer de la chimenea", ya que en ellos aparecen tanto la Virgen como otras santas en un entorno hogareño. La más lograda de todas estas piezas es la Santa Bárbara del Prado. Sin duda, una de las novedades que presenta este recurso es, precisamente, el anacronismo de representar las escenas bíblicas en el espacio de una casa burguesa flamenca. Un anacronismo que no debió pasar inadvertido en la época y que causaría cierto asombro, similar al que podría causar ver una representación de este tipo en un escenario actual o con pantalones vaqueros. En realidad, es una prueba más de ese proceso de secularización de lo sagrado que conduce al humanismo.

Finalmente, la obra de Campin en su conjunto, es importante al afianzar la irrupción del hombre como objeto de la pintura, intentándolo reflejar con la mayor objetividad posible.

Será Jan Van Eyck, el pintor flamenco más importante del siglo XV, quien lleve el retrato a sus mejores representaciones. Entre su importante producción presenta un gran interés, el "Hombre del turbante rojo", que para numerosos investigadores pudiera tratarse de un autorretrato del célebre pintor. Si esto resulta cierto se trataría del primero en el ámbito de la pintura flamenca. Se sabe que Van Eyck había pintado su retrato, y en el célebre "Matrimonio Arnolfini" uno de los personajes reflejados en el espejo lleva un turbante rojo, al igual que en el reflejo de San Jorge de la "Virgen del canciller Van der Paele". En cualquier caso, es el primer retrato flamenco que nos mira directamente a los ojos, y esa será, con el tiempo, una de las características del autorretrato.

Para entender mejor la forma como Van Eyck trabajaba el retrato, contamos con un documento excepcional. Para elaborar el retrato del Cardenal Albergati, Van Eyck realizó primero un dibujo del mismo, junto a él el pintor hizo una serie de anotaciones en las que apuntaba los matices de color que advirtió mientras lo tomaba: gris ceniza ocre, marrón rojizo, muy pálido, púrpura blanquecino, etc. Cuando vemos el resultado final, plasmado años después en el retrato, comprobamos como se hizo siguiendo esas instrucciones de manera rigurosa. Por otro lado, aunque ya se tenían indicios de la técnica de la pintura al oleo (uso de aceites y grasas para mezclarlo con los pigmentos que se pretendía utilizar) en la antigüedad y en tratados medievales, Vasari, historiador del siglo XVI, atribuye la invención de este estilo de pintura a Van Eyck[4], no se puede afirmar con seguridad que esto sea verdad, pero lo que si podemos ver en sus obras es la claridad del detalle, y el estupendo manejo de la luz que se podía conseguir con el uso del óleo.

Los pintores más jóvenes, continuaron profundizando en el camino iniciado por Campin y Van Eyck, los precursores. Uno de los mejores fue Roger Van der Weyden, que inauguró un nuevo subgénero, el retrato de devoción, donde se representa a un individuo común postrado ante la virgen o un santo en actitud piadosa y a la vez pintado al mismo nivel de la deidad.

Los retratos de Van der Weyden, son inolvidables: "Sus rostros y dedos son siempre alargados y delgados, su mirada tranquila y concentrada, y tienen un aspecto digno y ausente a la vez. Sin embargo, la morfología de cada rostro es muy diferente. El factor común es que Rogier ha eliminado de todos los rostros los detalles "inútiles", aunque verdaderos, y sólo ha conservado las características esenciales. Estos retratos no son descripciones, como los de Van Eyck, sino interpretaciones"[5]

En los retratos de Van der Weyden, los individuos quedan reducidos a su esencia. Al igual que solía hacer Van Eyck, suele colocar algún atributo que sirve para identificar al personaje: un anillo, un clavel, un rollo de papel, o una flecha.

La pintura flamenca se distingue por tres importantes características: la primera consiste en la individualidad de lo representado, implica que la imagen se muestre en un lugar único y en un momento concreto del tiempo, sin embargo los retratos flamencos “extraen a sus modelos del curso temporal y, en un principio, del espacio concreto”[6]. La siguiente característica implica la individualidad de quien representa, es decir el pintor; ésta se manifiesta en la estructura óptica de la imagen, nos muestra lo observado desde un punto de vista particular, por esto todo se representa tal como lo ve el pintor. El tercer punto que caracteriza a la pintura flamenca es la fuerte carga de simbolismo que llevaban estas pinturas.

Es bastante aún lo que falta por descubrir acerca de estos importantes pintores renacentistas, y los secretos que todavía guardan algunas de sus obras pero estamos seguros que al pasar los siglos no se dejaran de contemplar con la maravilla con la que las contemplaban los hombres y mujeres que habitaban Flandes y Borgoña cuando salieron a la luz esos rostros inertes, que a veces nos miran fijamente como queriéndonos contar algo y otras veces desvían su mirada hacia el horizonte haciéndonos pensar en la vida que pudieron haber tenido los hombres del siglo XV.



BIBLIOGRAFIA

SIMONE, Ferrari. Van Eyck El maestro Flamenco de la luz. Mondadori Electa. Barcelona. 2005

TODOROV, Tzvetan. El elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del renacimiento. Círculo de Lectores. Barcelona. 2006.

CARBONELLE, Eduard. CASSANELLI, Roberto. Editores. El mediterraneo y el arte, del Gótico al inicio del Renacimiento. Lunwerg. Barcelona. 2003.



[1] Simone, Ferrari. Van Eyck El maestro Flamenco de la luz. Mondadori Electa. Barcelona. 2005
[2] Todorov, Tzvetan. El elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del renacimiento. Círculo de Lectores. Barcelona. 2006
[3] Ibid.
[4] Simone, Ferrari. Van Eyck El maestro Flamenco de la luz. Mondadori Electa. Barcelona. 2005
[5] Todorov, Tzvetan. El elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del renacimiento. Círculo de Lectores. Barcelona. 2006. p. 181
[6] Todorov. p.207

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